El Vaticano ya está en modo secreto total para elegir al nuevo Papa, tras la muerte de Francisco el pasado 21 de abril. La elección arranca el 7 de mayo y todos los cardenales están obligados a guardar silencio absoluto. Si alguno se atreve a contar algo, ¡zas!, queda excomulgado automáticamente. La norma es dura y fue reforzada por el propio Francisco antes de morir. No hay juicios, no hay perdón: hablar es romper con la Iglesia. Los 133 cardenales electores, incluidos técnicos, médicos y asistentes, deben firmar un juramento antes de entrar a la Capilla Sixtina. Ahí se revisa todo: no se permite ningún aparato que pueda filtrar información. Incluso la comida que reciben está controlada. La sanción se llama latae sententiae, y no importa si la filtración es sin querer. Todo se hace para evitar influencias externas y mantener la pureza del proceso. El ecuatoriano Luis Cabrera, arzobispo de Guayaquil, ya está en Roma para participar. Se espera que participe también en las primeras misas previas al cónclave. Lo que pasa dentro de la Capilla Sixtina, se queda ahí. No hay cámaras, no hay celulares y si alguien abre la boca, queda fuera del Vaticano y fuera de la Iglesia. Así de claro lo ha dejado el Vaticano. Cada cónclave es como una caja fuerte: se cierra y no se abre hasta que haya humo blanco. Las medidas de seguridad son extremas. Quieren evitar escándalos, chismes o filtraciones a la prensa. A los cardenales ya les advirtieron: no hay excusas, la sanción es inmediata. En este ambiente de silencio absoluto, todo apunta a una elección rápida, pero vigilada. La expectativa es grande y el mundo mira a Roma. Pero desde dentro, nadie puede decir nada. Ni siquiera un pequeño detalle.